viernes, marzo 03, 2006
El Silencio De Las Sirenas
Demostración de que también medios precarios, y hasta pueriles, pueden servir para la salvación: para guardarse de las sirenas, Ulises se tapó las orejas con cera y se hizo encadenar al mástil.
Algo similar podrían haber hecho desde siempre todos los navegantes, excepto aquellos que ya desde lejos habían sido tentados por las sirenas, pero en todo el mundo era sabido que eso de nada podía servir.
El canto de las sirenas se abría paso por entre todas esas cosas, y el apasionamiento de los seducidos habría hecho saltar en pedazos algo más que cadenas y mástil; pero Ulises no pensaba en eso, por más que quizá ya hubiese oído algo al respecto; confiaba plenamente en ese poco de cera y en la atadura de las cadenas, e ingenuamente contento de sus pobres ardides se dirigió al encuentro de las sirenas.
Bueno; pero resulta que las sirenas tienen un arma aún más terrible que su canto, a saber: su silencio. Aunque nunca ha sucedido, quizá sea dable pensar que alguien se haya salvado de su canto, pero con toda seguridad ninguno de su silencio.
Nada hay sobre la tierra que pueda resistir a la sensación de haberlas vencido con las propias fuerzas, a la altivez capaz de barrer con todo lo que de ello se originaría.
Y efectivamente, cuando Ulises llegó las poderosas cantantes no cantaron, sea que pensaron que lo único apropiado para este adversario podría ser únicamente el silencio, sea que la vista de la felicidad que reflejaba el rostro de Ulises, que no pensaba en otra cosa más que en cera y cadenas, les hiciera olvidar todo canto.
Pero Ulises, por así decir, no oyó su silencio; él creyó que cantaban, sólo que él estaba protegido contra su canto. De un vistazo notó primero los giros de sus cuellos, las profundas inspiraciones, los ojos llenos de lágrimas, las bocas entreabiertas, pero creyó que todo eso era debido a las melodías que se elevaban inoídas en torno de él.
Pero pronto todo se deslizó fuera del campo de sus miradas, puestas en la lejanía; las sirenas prácticamente se esfumaron ante su decidida firmeza, y justo cuando más cerca estuvo nada más supo de ellas.
Pero ellas, más hermosas que nunca, se estiraron y voltearon, dejaron ondear, libres al viento, sus abundosas cabelleras, y distendieron sobre las rocas sus dedos de larguísimas uñas.
Ya no era más cuestión de seducir, sino que solamente querían -y tanto tiempo como fuese posible- atrapar todavía al vuelo algo del fulgor de ese par de grandes ojos que tenía Ulises. De haber tenido conciencia, las sirenas habrían sido aniquiladas aquel día.
Sobre este particular la tradición agrega algo: Ulises, se dice, fue tan fecundo en ardides, fue un zorro tal que ni la misma diosa del destino pudo penetrar en su fuero más íntimo.
Algo similar podrían haber hecho desde siempre todos los navegantes, excepto aquellos que ya desde lejos habían sido tentados por las sirenas, pero en todo el mundo era sabido que eso de nada podía servir.
El canto de las sirenas se abría paso por entre todas esas cosas, y el apasionamiento de los seducidos habría hecho saltar en pedazos algo más que cadenas y mástil; pero Ulises no pensaba en eso, por más que quizá ya hubiese oído algo al respecto; confiaba plenamente en ese poco de cera y en la atadura de las cadenas, e ingenuamente contento de sus pobres ardides se dirigió al encuentro de las sirenas.
Bueno; pero resulta que las sirenas tienen un arma aún más terrible que su canto, a saber: su silencio. Aunque nunca ha sucedido, quizá sea dable pensar que alguien se haya salvado de su canto, pero con toda seguridad ninguno de su silencio.
Nada hay sobre la tierra que pueda resistir a la sensación de haberlas vencido con las propias fuerzas, a la altivez capaz de barrer con todo lo que de ello se originaría.
Y efectivamente, cuando Ulises llegó las poderosas cantantes no cantaron, sea que pensaron que lo único apropiado para este adversario podría ser únicamente el silencio, sea que la vista de la felicidad que reflejaba el rostro de Ulises, que no pensaba en otra cosa más que en cera y cadenas, les hiciera olvidar todo canto.
Pero Ulises, por así decir, no oyó su silencio; él creyó que cantaban, sólo que él estaba protegido contra su canto. De un vistazo notó primero los giros de sus cuellos, las profundas inspiraciones, los ojos llenos de lágrimas, las bocas entreabiertas, pero creyó que todo eso era debido a las melodías que se elevaban inoídas en torno de él.
Pero pronto todo se deslizó fuera del campo de sus miradas, puestas en la lejanía; las sirenas prácticamente se esfumaron ante su decidida firmeza, y justo cuando más cerca estuvo nada más supo de ellas.
Pero ellas, más hermosas que nunca, se estiraron y voltearon, dejaron ondear, libres al viento, sus abundosas cabelleras, y distendieron sobre las rocas sus dedos de larguísimas uñas.
Ya no era más cuestión de seducir, sino que solamente querían -y tanto tiempo como fuese posible- atrapar todavía al vuelo algo del fulgor de ese par de grandes ojos que tenía Ulises. De haber tenido conciencia, las sirenas habrían sido aniquiladas aquel día.
Sobre este particular la tradición agrega algo: Ulises, se dice, fue tan fecundo en ardides, fue un zorro tal que ni la misma diosa del destino pudo penetrar en su fuero más íntimo.
Quizá -aunque esto escapa ya a la comprensión humana- se haya dado cuenta de que las sirenas guardaron silencio, y haya opuesto a ellas y a los dioses el simulacro mencionado sólo como una especie de escudo.
"El silencio de las sirenas", está incluido en el libro "Relatos Completos-TOMO II", Franz Kafka (Ed.Losada,1981)