martes, abril 18, 2006
¿Ciudad Católica?
Se edificará a 150 kilómetros de Miami. Llevará el nombre de Ave María. Será una ciudad católica. Con todas las letras, pero no precisamente universal, en el sentido original de la palabra católica.
Porque estará limitada a quienes acepten ciertas reglas de juego, tales como que las farmacias no vendan ningún elemento que pueda usarse para el control artificial de la natalidad; o que sus hospitales no practiquen el aborto.
El autor de la idea es el norteamericano Tomás Monaghan, quien vendió en 1.000 millones de dólares su inmensa cadena de pizzerías, para construir esa Ciudad de Dios, que dispondrá de 11.000 viviendas en un predio de unas 200 hectáreas.
Más de un católico festejará el acontecimiento, pensando que será una ciudad ideal. Es la vieja idea -de tono fundamentalista- cultivada por diversos grupos a lo largo de la historia. Es la necesidad de abroquelarse frente a tanto pecado que pulula en la sociedad, incluso con leyes que lo favorecen, o al menos lo toleran.
No tengo la menor duda sobre la sinceridad y la generosidad de Monaghan. Es plausible también su incondicional amor a la Iglesia en general y a sus fieles en particular.
Ni qué decir de su buena disposición para hacer que al menos 30.000 católicos -cifra aproximada de sus futuros habitantes- puedan disfrutar de toda una ciudad hecha a medida para ellos.
¿A medida? La vocación cristiana parte de un llamado especial, proveniente de Dios, para que el hombre crea en Jesucristo, conozca su mensaje y lo viva lo más santamente posible.
Este llamado a vivir la buena noticia del evangelio debe trascender la esfera personal, para proyectarse en la familia, la Iglesia y la sociedad en general.
Digámoslo francamente: esa especie de gran country religioso no responde a la concepción cristiana de la vida en la ciudad. Nada que ver con ser levadura en la masa ni sal en la mesa ni luz en las tinieblas.
El verdadero desafío del cristiano consiste en ser testigo de Jesús inmerso en el mundo de los hombres. Como lo hizo el mismo Cristo, y pide que lo hagamos cuantos queremos seguir su ejemplo.
Porque estará limitada a quienes acepten ciertas reglas de juego, tales como que las farmacias no vendan ningún elemento que pueda usarse para el control artificial de la natalidad; o que sus hospitales no practiquen el aborto.
El autor de la idea es el norteamericano Tomás Monaghan, quien vendió en 1.000 millones de dólares su inmensa cadena de pizzerías, para construir esa Ciudad de Dios, que dispondrá de 11.000 viviendas en un predio de unas 200 hectáreas.
Más de un católico festejará el acontecimiento, pensando que será una ciudad ideal. Es la vieja idea -de tono fundamentalista- cultivada por diversos grupos a lo largo de la historia. Es la necesidad de abroquelarse frente a tanto pecado que pulula en la sociedad, incluso con leyes que lo favorecen, o al menos lo toleran.
No tengo la menor duda sobre la sinceridad y la generosidad de Monaghan. Es plausible también su incondicional amor a la Iglesia en general y a sus fieles en particular.
Ni qué decir de su buena disposición para hacer que al menos 30.000 católicos -cifra aproximada de sus futuros habitantes- puedan disfrutar de toda una ciudad hecha a medida para ellos.
¿A medida? La vocación cristiana parte de un llamado especial, proveniente de Dios, para que el hombre crea en Jesucristo, conozca su mensaje y lo viva lo más santamente posible.
Este llamado a vivir la buena noticia del evangelio debe trascender la esfera personal, para proyectarse en la familia, la Iglesia y la sociedad en general.
Digámoslo francamente: esa especie de gran country religioso no responde a la concepción cristiana de la vida en la ciudad. Nada que ver con ser levadura en la masa ni sal en la mesa ni luz en las tinieblas.
El verdadero desafío del cristiano consiste en ser testigo de Jesús inmerso en el mundo de los hombres. Como lo hizo el mismo Cristo, y pide que lo hagamos cuantos queremos seguir su ejemplo.
José Ceschi.